Me llamo Irene Maldonado. Tengo 81 años. Y soy un poco bruja.

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Bueno, más que un poco.

Sí. Ese tipo de brujas que intuimos las cosas que van a pasar antes de que sucedan. De esas que quemaban en la Edad Media, vamos.

Y quiero contarles una breve historia. Mi historia.

Sucedió hace exactamente 31 años. El día que yo cumplía 50.

Resulta que una semana antes mi padre comenzó a emitir sangre al toser y yo comprendí que tenía una grave enfermedad. Así fue. Era un cáncer de pulmón –en estadío muy avanzado, nos confirmó el doctor- por el que nada pudieron hacer los médicos ni mis “poderes”. Mi padre murió tres meses justos después.

Como siempre que muere alguien, se produce una reacción de rebeldía:

-¿Por qué, doctor?

La respuesta fue categórica:

-Por el tabaco.

Yo me resistía a culpar a aquella costumbre que mi padre y yo compartíamos desde que tenía memoria. Ese hábito que tanto nos había unido, en las celebraciones y en los malos momentos. Y que ahora nos separaba, definitivamente.

-¿Seguro, doctor?

El doctor Padilla me miró con simpatía y se sentó a mi lado. Aún recuerdo sus palabras:

-Hay evidencia científica abrumadora. No queda un resquicio a la duda. Tu padre ha sido una víctima más del tabaco. Como otras cincuenta mil personas que mueren cada año en nuestro país.

-¿Tan grave es esto del tabaco, doctor? ¿No serán ustedes los médicos los que nos quieren asustar y darse importancia?

El médico compuso una sonrisa amarga. Y me respondió alejando las doctrinas, recurriendo a su experiencia:

-Yo he visto morir personas que no debían, a las que el mero hecho de fumar les ha quitado treinta o cuarenta años de vida. Y a otras les ha amargado los años en los que el ser humano está llamado a vivir con tranquilidad y placidez. Créeme, Irene, no hay en el mundo veneno más infame y más difícil de erradicar.

-¿Tanto?

-Sí. La nicotina es una droga de enorme poder adictivo; esa es la que hace que el fumador no pueda abandonar el hábito, porque le produce placer, un placer que echa de menos a las pocas horas de apagar el cigarrillo, ese placer que, paradójicamente, acortará su vida. No tanto por ella misma sino por los más de 4.000 venenos que contiene un cigarrillo. Una alhaja, ¡vamos!

-¿Qué se puede hacer, doctor Padilla?

-Solo una cosa: abandonar al tabaco. Como se hace con una amistad tóxica o un asesino en serie. No caben posturas intermedias. O fumas o estás contra el tabaco.

Hoy es uno de junio de 2015. Han pasado 31 años de aquella conversación. He vuelto a ir a visitar al doctor Padilla. Y me ha reconocido. (Creo que me tenía anotada en una ficha de su archivo de “rebeldes”)

-Me siento estupenda, doctor. Solo una revisión, más que nada para hacer gasto al seguro.

No me lo preguntó. Me examinó y, al acabar, lo afirmó.

-¡Qué bien hiciste en dejar el tabaco entonces!

Dios mío, “Él es brujo también”, pensé. Pero enseguida me brindó su explicación:

-Tu piel es suave y con pocas arrugas. Tu boca magnífica. Tus pulmones se auscultan como los de una chiquilla, las pruebas de función pulmonar son normales y… lo más importante… ¡no he visto ninguna cajetilla de tabaco en tus bolsillos!

Los dos nos reímos con satisfacción. Y yo le dije algo que jamás había manifestado hasta ese día:

-Me he visto, doctor. A mi edad. Anclada a una bombona de oxígeno, ingresando en el hospital cuatro o cinco veces al año, y muriendo por un cáncer como mi padre. Me he visto así, ya le digo, con espantosa claridad.

Él sonrió. Creo que había intuido mis poderes.

-Pero estás espléndida.

-Sí, doctor. Porque un buen día de hace 31 años, al salir de esta misma consulta, eché al primer contenedor de basura el paquete de Ducados. Y jamás volví a probar un solo cigarrillo. Mi salud actual, mi buena calidad de vida se las debo a usted.

-No te engañes, Irene. El resultado de una vida depende de nosotros mismos, de las inversiones que realicemos en salud. Y tú hiciste la más valiosa. Enhorabuena.

Cuando salí de la consulta del doctor Padilla me sentí, por un instante, aquella mujer joven y resuelta que tomó la mejor decisión de su vida, una decisión que me acompañará felizmente hasta el último de mis días.

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Juan Carlos Padilla Estrada

Neumólogo Hospital Medimar Alicante.

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